Los zapatistas ya existían antes que el Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Son el epítome de Emiliano Zapata y el movimiento revolucionario de 1910. Herederos y copartícipes de una tradición de resistencia y lucha por la existencia de los pueblos originarios de México, que ya abarca 500 años. Y son, ante todo, síntesis planetaria, la humanidad que no se resigna al aniquilamiento por el poder más criminal de todos: el neoliberalismo.
Hablar del EZLN es meterse a la boca una papa caliente. Tanta dignidad y arropo de su autonomía hiere nuestras conciencias enervadas de sumisión.
Festina lente, apresurada lentamente, así trascurrió la marcha de los zapatistas este 21 de diciembre de 2012. En un montaje de silencio que recordó su insurrección, el mismo día que entraba en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Con tierra y sangre mezclada de truenos decían al mundo que no estaban extintos, que nunca se habían ido, ni los podrían callar. Ahora, 19 años después, sorpresivamente volvían a tomar 5 cabeceras municipales de Chiapas; eran hombres, mujeres y niñ@s, de caras indígenas y pasos inalcanzables. En sus rostros cubiertos con pasamontañas, en sus frentes, había más que un número; llevaban, sin ocultar, el arma más temida por los tiranos y secuaces gobiernos: bendita dignidad humana, justiciera, autónoma, profunda, consciente y organizada. Les acompañaban aborregadas nubes embarazadas de lluvia que chapotearon las calles y las plazas de la entidad; eclipsaron el vaticinado día del fin del mundo maya y la fulgurante época de navidad que, como cada año, mercantiliza y embota los sentidos en orgásmicas borracheras de “paz” y “felicidad”, no importando cuán abstemi@ o frígid@ se haya sido.
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